Hace 3.500-1.400 millones de años
Durante unos 2.000 millones de años después de que se formara vida en la Tierra, aquélla continuó siendo de naturaleza procariote. No obstante, el entorno cambiaba.
Si sólo hubieran existido bacterias ordinarias (y, por tanto, al comienzo acaso fueran la única forma de vida), hubieran tenido que obtener su energía de moléculas más simples, orgánicas pero no vivas, constituidas a partir de las pequeñas moléculas del aire y del océano.
Ello significaría que las bacterias no podían crecer más que la masa que podía soportar la velocidad de formación de aquellas moléculas orgánicas. Desde luego que la concentración de vida hubo de ser precaria.
La energía de la luz visible pudo aprovecharse a partir del momento de la aparición de las cianobacterias, que utilizaban sistemas clorofílicos que se habían ido desarrollando lentamente. La luz visible es más abundante que la ultravioleta, y también más energética y, por lo mismo, más fácil de captar. Las moléculas orgánicas, formadas merced al uso de la clorofila, eran almacenadas en el seno de las células, con lo que se procuraban su propio suministro alimentario. De este modo podían multiplicarse mucho más que si hubieran tenido que depender de los efectos externos e irregulares de la luz ultravioleta, procedente del mundo situado fuera de las células.
Las cianobacterias se multiplicaron en gran escala por esa razón, y las bacterias ordinarias, incapaces de obtener su propia nutrición a partir de la luz visible, la consiguieron ingiriendo las cianobacterias y utilizando, por tanto, el alimento que esos otros organismos habían producido. Las bacterias también se multiplicaron en virtud de ese fenómeno.
En otras palabras, la vida pudo seguir consistiendo sólo en procariotes, pero al cabo de 2.000 millones de años de existencia, la vida procariote sobre la Tierra era mucho más densa y numerosa de lo que había sido en las etapas anteriores.
Además, la atmósfera fue cambiando debido a la actividad de las cianobacterias, que combinaban anhídrido carbónico con el hidrógeno del agua, y expulsaban el exceso de oxígeno. El contenido de anhídrido carbónico descendió, y el de oxígeno se incrementó.
Al principio, tanto las bacterias como las cianobacterias obtenían su energía para vivir día a día, escindiendo las moléculas de alimento (formadas por las cianobacterias mediante la utilización de la energía del Sol) en moléculas más pequeñas. La energía así conseguida era relativamente reducida. Pero una vez hubo en la atmósfera oxígeno en cantidades sustanciales, se desarrollaron mecanismos químicos para combinar las moléculas de alimento con el oxígeno. Este proceso liberaba veinte veces más energía que la simple escisión.
Los procariotes no sólo aumentaron en gran medida su número, sino que también contaron con mucha más energía a su disposición; al menos, los que estaban especializados en la producción de oxígeno.
Al tener a su alcance mucha más energía, las células pudieron permitirse un mayor tamaño y, pese a ello, seguir siendo capaces de mantenerse.
Este aumento de tamaño se lograría de dos maneras: las células pudieron, sencillamente, hacerse mayores sin volverse por ello mucho más complejas, o bien las células procariotes pudieron combinarse de tal manera que una célula dada contuviera algunos componentes con una especialización determinada, y otros componentes con otra especialización.
Este segundo desarrollo es el más verosímil, según la teoría que en años recientes ha fundamentado sólidamente el biólogo norteamericano Lynn Margulis (n. en 1938). El resultado del proceso habrían sido células grandes y complejas, con núcleos, especializadas en los mecanismos de reproducción; mitocondrias, especializadas en el desarrollo del oxígeno; ribosomas, especializados en la producción de proteínas; cilios, especializados en el movimiento; cloroplastos, especializados en el contenido de clorofila; y así sucesivamente.
Estas células más complejas se denominan eucariotes (de las palabras griegas que significan «buenos núcleos», porque los núcleos separados se dividen en el seno de la célula). Los eucariotes resultaron tener más éxito que los procariotes (que podían no ser la misma cosa), pues al menos se mostraron capaces de ulterior desarrollo. Así, aunque los procariotes siguen existiendo, todas las células, salvo las bacterias de diversas clases, son eucariotes, incluidas las células de nuestro propio cuerpo.
Las trazas más tempranas de eucariotes se han localizado en rocas de unos 1.400 años de antigüedad, de modo que sólo han existido durante el último 30% de la duración total de la Tierra. (Asimov, 2013, pp. 8-9)